dimanche, avril 12, 2020

la hermandad de las mujeres del aire

El embarque es rápido y como tenemos niños nos aminoran un poco el estrés con pequeños beneficios del orden de lo vip, cómo subir primeros al avión. Ya lo noté a la ida, y ahora lo vuelvo a notar: no tengo inquietud de volar. Fue algo que adquirí aproximadamente al año de haber tenido mi primer hijo. Pero a la ida no estuvo, y ahora en la vuelta tampoco está. Entro a la cabina con mi dulce niña de la mano, he de admitir que ante la mirada de otro me genera el doble de ternura. La primer azafata que nos encontramos tiene cara de culo y cero interés en simular una sonrisa, la que está en falta es ella pero yo me esfuerzo el doble en no incomodarla y continuar irradiando luz, aunque por dentro tengo el corazón roto por no haber sido reconocida como parte de la hermandad de las mujeres del aire, a la que en realidad pertenezco solo por herencia, por ser hija de un piloto y una azafata. Pero soy orgullosa y mantengo la frente en alto, que no se note. Llegamos a nuestro perfecto asiento en el medio del avión, justo encima del ala, tal como me gusta, con la incertidumbre de no saber de si quedare adelante o atrás si la nave se parte en dos. Pero nada de eso lo manifiesto en voz alta porque realmente tampoco me quita el sueño. Mi hija se portará de maravilla todo el viaje, como siempre, eso me deja tranquila, podré demostrarle a la azafata que soy una buena pasajera, además tampoco le aceptaré nada que me ofrezca, siempre con una sonrisa, verá que no tendrá motivos de queja para conmigo. Esto me reconforta, soy una buena hermana del aire y mi hija también lo será.
El plan de separar el núcleo familiar en 1 adulto y 1 niño por cada lado  sigue siendo un éxito. Respiro relajada como todos los que desciframos un acertijo mientras se van llenando los casilleros del avión.  Adelante de Bruna se sienta lo que vulgarmente llamamos una "típica cheta porteña", no tiene nada extravagante en su ser, nada que llame puntualmente la atención y todo acorde a lo que dicta la moda. Le doy 40 años, o quizás sean menos pero su semblante demuestra una incomodidad que quedó instalada ad eternum y eso no la favorece. La saludamos cuando ingresa, nosotras, los rayitos de sol en la noche, pero no nos contesta. No tengo nada que reclamarle, igual siento la bronca asomar en mi interior, me alejo un paso de la iluminación. ¿Cómo no vas a contestarle a una bebé de dos años? Decido silenciosamente no limitar tanto a mi hija en sus desorbitados movimientos y dejar que le patee el asiento cuando así ocurra, la venganza está en marcha, ella sale ganando igual: tendrá los motivos que espera para quejarse del vuelo por whatsapp ni bien le habiliten los datos al aterrizar.
Al fin llega la persona que se sentará a mi lado y es lo mejor que podría haberle pedido al universo: un pulcro japonés de mediana edad. Fiel a su raza se muestra enseguida misterioso, silencioso y prolijo. Ya lo amo. Me emociona tener un rato más de Libertade, el barrio japonés de San Pablo, a mi lado. Y tiene bonus: al espiar que lee en su e-book descubro un texto pornográfico sumamente explícito, observo disimuladamente su expresión facial que permanece tranquila como un mar sin olas, sube puntos en mi ranking. La frutilla del postre son los del otro lado del pasillo, que en realidad son parte de lo que representa un cuarto de los pasajeros de todo el avión, Miembros de la Iglesia de los últimos días de Jesucristo. Y él joven más proximo a mi japonés también relojea la lectura del japonés, probablemente en un intento por sacar diálogo, pero su rostro no permanece como un mar sereno. Todo lo veo, siempre lo veo todo, mi bendición, mi maldición. 
Despegamos, me emociono por dentro, le doy la mano a mi hija que mira por la ventana totalmente ajena a mi felicidad por ya no sentir esa incomodidad que me acompañó los últimos 5 años de mi vida, justo los años que vivía en una isla que se conectaba con el resto del mundo principalmente por vía aérea. Claramente solté la ilusión de controlarlo todo, claramente solté y volví a ser libre. Todo va bien, incluso acontece lo que siempre debe acontecer cuando uno viaja con niños: Bruna me pide ir al baño cuando están en los pasillos las azafatas con los carritos de comida. Mi compañero rápido y correcto se para y hace una reverencia con la cabeza, no sé si puedo amarlo más de lo que ya lo amo pero parece que si. Salgo con mi hija de la mano, y noto varias miradas posarse en mí, algo lógico ya que soy la que está de pie en este momento tan inoportuno. Me observo a mi misma a medida que avanzo y me siento cómoda en mi cuerpo, estoy bronceada, con un jean grande y canchero, el ombligo se asoma con los extraños movimientos que debo hacer para moverme por el angosto pasillo, o porque mi remera es un poco corta, mi cinturón es una riñonera negra nacarada, claramente rock. Llega pronto el momento de pasar demasiado cerca de un pasajero para escurrirme como un gato entre el carrito y el asiento, algo que a primera vista parece físicamente imposible, pero que entre dos hermanas del aire lo logramos en un suspiro y sin esfuerzo, ella corre el carrito, yo me reduzco a la mitad, eran altas las probabilidades de que esto aconteciera justo al lado de otro de los Miembros de la Iglesia de Jesucristo de los últimos días. Este jovén aguanta rápidamente el aire, se pone duro y girá su cabeza, asustado probablemente por encontrase de golpe respirando el aire que roza mi vientre. Yo soy inocente, voy de la mano de mi hija, estoy más cerca de la Virgen María que de María Magdalena hoy. Pero igual me río por dentro, por fuera espero verme japonesa.
Al volver al asiento el ritual con mi vecino se repite con igual resultado satisfactorio y hasta le devuelvo la reverencia. En pocos minutos mi bella Bruna se duerme escuchando a una chica hablar tanto de cosas tan mundanas que hasta los de la iglesia que le sacaron charla tienen cara de que se aburren. Yo leo hasta que llega el momento de bajar con turbulencia, llueve muchísimo. Siento felicidad y la dibujo en mi boca. Algo se enciende adentro mío, estoy nuevamente en mi montaña rusa favorita, la de verdad. El avión baja y toca el suelo bruscamente en la tormenta, yo soy la tormenta, y yo soy el avión intentando parar los miles de caballos salvajes que me habitan, utilizando la misma potencia de mis turbinas en reversa, deteniéndome con esfuerzo, luchando con éxito contra los elementos. Así me siento al tocar el suelo, poderosa al límite. Levantar vuelo siempre es un riesgo, supongo, pero el riesgo de no volar más me da mas miedo que el de morir en el intento. Y si sacamos el miedo solo queda la diversión. Esto es la libertad, y me doy cuenta que abrir la pareja fue mucho más de lo que imaginaba, mucho más y muy sanador.

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